La escritura del verbo por Edgar Khonde

Texto mínimo

Hilvana-Huarache2012-05 Decía el otro día, el miércoles en Casa Hilvana, que los textos y la escritura de estos se organizan alrededor de un verbo. El sintagma verbal como núcleo y síntesis del relato. Con un verbo es posible conformar una oración, que el escritor presenta como un verso: «Popeye Silva golpea al diablo Ventura».

 Popeye Silva golpea al diablo Ventura

Lo golpea

Al Diablo y al diablo

Popeye Silva silva.

Una sola oración, reordenada, o con variaciones, decía en Hilvana, puede darle a un poeta para escribir un poema de varias estrofas; un libro entero. Pero también, se puede tomar la línea, la oración, como una anécdota y convertirla en un relato. Un relato constituido, como el verso, alrededor de un verbo: golpear; alguien golpea a alguien; A golpea a B.

 «Popeye Silva golpea al Diablo Ventura en el plexo y lo derriba, en la Arena Galaxia. El Diablo escucha, o sueña, la cuenta completa en la lona, no tiene fuerzas para levantarse. Acepta la derrota cuando el réferi apenas lleva cinco segundos. Cierra los ojos y deja que su corazón se pare».

Hoja en blanco Y si en el tratamiento del tema, de la anécdota, incluimos la psicología de los personajes, sus pensamientos, miedos, obsesiones, deseos, podremos construir un relato más extenso, pero sobre todo, podremos escribir una novela.

 «Popeye Silva se acordaba de cuando vio por primer vez una pelea, el Gigante Salas contra José Oliveira, se había metido de contrabando a la arena, pensando de verdad que el Gigante era un gigante, como en la película de Gulliver. Tenía seis años, Popeye, pero ya había presenciado peleas entre hombres, cuchillos de por medio. Ignoraba que había encordados, réferis, guantes; ignoraba que dos hombres en pantaloncillos podían pelearse en lapsos de tres minutos, y que a esa dinámica se le conocía como el arte del pugilismo. Regresó, Silva, de sus pensamientos. Miró a la otra esquina. El Diablo llevaba apenas tres peleas de profesional, era tan joven como Popeye, era su carta vez en el ring, y también la cuarta vez que lo asolaba el miedo.»

 Según yo, es mucho más fácil pensar en el ejercicio de la escritura como una estructuración de bloques, como bloques de cemento de un muro. Bloques ordenados alrededor de una jerarquía, en la que el sintagma verbal, el verbo, goza de más importancia que todos los demás argumentos y define el significado de la oración: Dar, alguien le da algo a alguien, [Pedro] [le da] [un beso] [a María]. Pero bueno, de eso hablaré en una serie de columnas-conversaciones en Yaconic (http://www.yaconic.com/), durante los siguientes meses. En una cosa que me imagino se podría llamar «Ingeniería de la escritura», que ha sido concebida para presentar un modelo de comprensión de la disciplina no ya desde una facultad inherente al escritor, o al posible escritor, sino como una actividad que puede ser aprendida, como manejar el móvil, el ordenador, un automóvil. Creo pertinente advertir que la escritura no implica la literatura, tampoco pretendo que «Ingeniería de la escritura» sea un taller literario sino, uno escritural.

 Y a propósito del Diablo y Popeye, escribí esto para La gualdra (bajo el modelo de la ingeniería), de La Jornada Zacatecas, se llama Arena Galaxia.

boxeo-5 Popeye Silva había llegado ese día a la arena en un taxi, y al bajarse había olvidado el periódico, un dato intrascendente. Entró al local por la puerta trasera, como lo había hecho en anteriores ocasiones. En el interior las butacas estaban todavía vacías y el piso medianamente barrido, recordó la primer vez que había peleado en la Arena Galaxia. Tenía apenas 16, debutó contra el Diablo Ventura, que le sacaba cinco kilos. Estaba nervioso y la verdad es que tenía miedo. Le habían dado unos guantes tan viejos que hubiera sido mejor pelear a puño limpio. Las botas no eran suyas, se las había prestado Castro, al que todavía no apodaban La Bufa. El Diablo lo tiró en el tercero a fuerza de un golpe en la mandíbula del que quién sabe cómo, Popeye, se repuso y alcanzó a levantarse antes de que acabara la cuenta. El Diablo se abalanzó como metralla en el séptimo, quería acabar con el novel; habían pactado la pelea a diez rounds, raro para un debutante. En el octavo repitió la dosis y seguramente hubiera insistido en el noveno sino es porque faltando veinte segundos para finalizar el episodio número ocho, Popeye lo sacudió por el plexo. Le dio un golpe tan fuerte que pareció patada. Entró limpio, con fuerza. Nadie en la arena recordaba haber visto puñetazo de Popeye; posiblemente, dijo en la crónica un reportero de deportes que cubría la pelea estelar esa noche entre el Gigante Bermúdez y José Juan Oliveira, fue el único golpe del novato durante la contienda. El Diablo no se paró cuando el réferi sólo llegó al cinco y decretó la derrota.

 No había cambiado mucho la Galaxia desde aquella vez, sólo se veía más vieja, más rancia. Oficialmente, se lo prometió a su mujer, era su última pelea, tenía cuarenta años y a veces sus manos temblaban incontrolables, el médico de la comisión le había dicho que no podía seguir, tenía un mal nervioso en el cerebro. Le gustaba la idea de que el último round lo peleará contra la Bufa Castro, su viejo amigo. En eso estaba pensando cuando se buscó el periódico, se percató de que lo había dejado en el taxi, le había llamado la atención una noticia, de la que alcanzó a leer el encabezado. Se iba a quedar con las ganas, si tal vez hubiera leído la nota no se habría subido a pelear esa noche.

 Edgar Khonde

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Girar alrededor de los libros por Edgar Khonde

Puerta-pasilloTe ha pasado que metes la llave a la chapa de la puerta de tu departamento, pero la llave no cede sino hasta la mitad de la cerradura. Luego de minutos te das por vencido. Entonces miras el número. No es tu número, tampoco es el quinto piso: estás en el tercero. Abre tu vecina, la hipotética vecina. No te suena familiar, y para ella eres el más desconocido de los desconocidos. Tú vistes pijama y por eso te cree cuando le dices que de ninguna manera eres un ladrón, los ladrones no van de pijama, y que solo te equivocaste de departamento y de piso. Un rayo le cruza la memoria y recuerda algo: te saludó hace dos semanas, cuando a medianoche salió a pasear a su perro, pero, tú entraste al edificio de junto. Tú lo recuerdas, claro, odiaste a su perro desde la primera, y única, vez que lo viste. Lo odiaste porque te recordaba al perro de una ex novia, mejor dicho, lo odiaste porque ella te recordó a una ex novia cuando te la encontraste de frente e imaginaste que la habrías besado de ser ella, tu ex novia. Le dices que, claro, que lo recuerdas, que te cayó bien su perro. Sonríes. Entonces ella te pregunta que si estás bien. Tú respondes que por qué pregunta eso. Y ella aguantándose la risa, no tiene más que decir que te equivocaste de departamento, de piso y de edificio. Tú no dejas la sonrisa idiota. Claro, a esas alturas piensas que también te equivocaste de vida.

 Pero la historia era otra.

Libros y libros Hace un par de meses, Sebastián, me encargó tres cajas de libros, ante su inminente mudanza. Desde ese tiempo para acá, he leído fragmentos de ellos, no he llegado al final de ninguno. Sebastián, está de más decirlo, es un bibliófilo con tintes de alcohólico. Consume libros como si se tratara de acabar con la cantina más grande de la Escandón. Hace un par de días, Sebastián, mandó a una amiga suya, para recoger las cajas. Cuando le ayudé a bajarlas, sentí como si me arrancaran pedazos de memoria. Me había encariñado con ellos. Yo no gozo de una eterna biblioteca, regularmente de vez en vez la renuevo, y regalo los libros que he leído, pero obviamente no podía hacer lo mismo con los libros de Sebastián; además, como lo dije antes, no había llegado al final de ninguno. La técnica que había implementado fue la siguiente: abría una caja sin mirar su interior, y al azar cogía uno. Leía tres, diez páginas también al azar y lo cambiaba de caja. A veces tenía la fortuna de encontrarme con un libro anterior, pero dada la lotería, no continuaba su lectura en la página donde me había quedado. De alguna forma estaba construyendo una novela. Una novela a la usanza de la escritura automática. Tal vez ustedes lo sepan mejor que yo, cuando dejas una lectura inconclusa, tu vida se retaza en incompletudes. Como un vestido que esta cosido con pedazos de distintas telas y colores, y que puede resultar gracioso, pero siempre siempre, será un hecho fallido. Porque la lectura, la literatura, se parece a eso: un revestimiento de la memoria.

libro-magico Yo no sé qué va a pasar ahora conmigo, que me he quedado suelto como hoja suelta en la enciclopedia de los lectores que no acabaron la novela. Soy una especie de Bartleby. Un drogadicto al que se le ha acabado la coca y no tiene manera de conseguir más. Puedo ir a una biblioteca, a una librería, comprar libros, pedir prestados, hasta poder reunir un contexto similar: cajas de libros para formar historias. Aunque hay algo que quizás no les debí de haber dicho al inicio de este texto. A lo mejor se lo imaginan. La cosa con los libros de Sebastián, el motivo de la seducción, es que esos más de trescientos libros eran robados. No todos al mismo tiempo, sino uno por uno. Les dije que Sebastián es un bibliófilo alcohólico. Un sibarita de la literatura. Como otros son sibaritas de la cocina, entre los que me cuento yo. Bueno, pues, esa es la cosa. El atractivo era que mi casa se había convertido de repente en la cueva de Alí Babá, y yo, y solo yo, tenía acceso a todos los tesoros del ladrón.

 Y a lo mejor por eso me he equivocado esta noche de departamento, de piso y de edificio. Porque ya no siento que mi casa sea mi casa.

 Edgar Khonde

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Carta entre sábanas y mar por Daniella Giacomán

ventana¿Alguna vez sentiste que me temblaban las piernas cuando estaba a tu lado? Quizá no lo sabías pero desde aquel 4 de febrero ha sido así.

Son las 3 de la mañana. El silencio reina en  la habitación iluminada sólo por la luna, estamos tu y yo. Tu torso color arena se asoma entre las sábanas. Duermes plácidamente. Pareciera que nada ni nadie va a robarte el sueño.

Ni siquiera el humo del cigarro que me fumo mientras observo hacia la calle. Once años anhelé que llegara este momento. Siempre jugando con fuego y bromeando con «esa noche» que ahora se consumó.

Mientras un poco de aire juega con mi cabello, recuerdo cuando nos conocimos. Yo tenía 24 y tu 22. Sentíamos que nos comíamos el mundo, cada quien a su manera. Teníamos (y tenemos) ideologías distintas y muchas veces chocábamos. Yo te molestaba diciendo que AMLO era incongruente y que tenía un Rólex y muchas cosas más.. Sabía que te encendías al escuchar eso, pero lo único que hacía era llamar tu atención. Eso era lo único que quería.

Pero también tenía claro que nadie me había dicho que aun con todos «mis maridos» y mis «novios» que me conseguía en la playa, me querías y jamás dejaste de quererme. Aun sabiendo que nuestras vidas eran distintas y que literalmente, nos separa un país. Un país en el que hay muchos Méxicos.. En que la historia no ha cambiado, desde que nos conocimos. Se ha empobrecido y nos ha arrebatado situaciones, personas, mascotas, que hemos querido.

escribiendo de nochePero nada de eso importa ahora.  Ni siquiera importa que no te guste la música que a mi y que no te interese mucho lo que escribo. Eso es lo ingrato de la profesión que se tiene… Escribes para tí, para otros, pero pocas veces para la persona que amas.

Contigo ha sido así y eso es lo que más me ha asombrado. Devoradora de cientos de historias románticas en películas, libros y demás, siempre soñando con la proposición perfecta. El «momento» fuera de serie y la publicación en todas las redes sociales. Pero nada de eso hay entre los dos. Lo único que sé es que estás a mi lado aunque muchas veces no lo haya entendido.

Creo que eso es el amor. Alguien alguna vez me dijo que no existía el amor, que sólo existían los acuerdos. Pero creo que sí existe, y creo que el amor y la fe también van de la mano. Y quisiera pensar en tantas cosas, pero ahora no es tiempo.

II

desayuno ventanaSon las nueve de la mañana. Al despertar, lo primero que veo son tus ojos que me miran. Intensos y expectantes. Con tu mano derecha me acomodas un mechón de cabello detrás de la oreja y me das un beso.

Imaginaba el café, el pan, o la fruta. El desayuno listo. Pero lo único que veo es que tienes el xbox prendido y en silencio, para «que no me despierte».  Me meto a bañar, en lo que tu te arreglas. Y salimos a la playa, a ese lugar al que dije que iríamos hace mucho tiempo y que planeabámos cada vez que hablábamos.

Caminamos por la orilla del mar. Y yo vuelvo a sentir ese temblor en mis piernas. Pero no te digo nada, porque sé que no es importante pero para mí, sí lo es. Tomas mi mano y caminamos.. Y caminamos… Y llegamos a unas escaleras en piedra que conducen al malecón. Y no hablamos, no es necesario que hablemos. Sabemos disfrutar de nuestros silencios y del murmullo de las olas del mar.

El corazón late a mil cada vez que me miras a los ojos. No hace falta que me digas un discurso amoroso de telenovela, porque esos son tan falsos y tan huecos. No. No hace falta nada de eso, mientras caminemos juntos.

A nadie le he dicho que me hiciste una de las mejores proposiciones que una mujer pueda tener. «No tenemos tiempo de saber si funcionamos como pareja»… Y creo que no, nos hemos conocido demasiado. Sabemos lo que hay que saber y conocemos a nuestros demonios. Sabemos de qué pata cojeamos pero también apreciamos lo que es cada uno de nosotros. De pronto pasan minutos.. quizás una o dos horas. Y continuamos sentados, tomados de la mano viendo hacia el mar.

ciudad de nocheYa es hora de regresar a la ciudad. Y con eso se me apachurra el corazón porque sé que aún no es tiempo para quedarme permanentemente. Debo ver algunas cosas y entonces, establecernos. No sé qué pasará. Ese mismo temblor que siento en mis piernas cuando estás cerca, es el mismo que me impulsa a seguir.

Llegamos a la habitación y nos llevamos nuestro equipaje. Siento una envidia inmensa de este lugar porque se quedará con las mejores imágenes de mi vida. Porque fue aquí donde descubrí que quizás el amor sí existía… Mientras tu duermes en el asiento que da a la ventana en el autobús, yo aprieto tu mano y tu haces lo mismo.

Regresamos a la ciudad con la promesa de que nos espera un futuro juntos y de que estamos destinados el uno al otro. No hay flores, ni rosas, porque todas las recibí en mis sueños y a manera virtual. Pero ahora tengo la certeza, que contigo quiero pasar el resto de mi vida. Yo creo que tú también quieres lo mismo.

 

Daniella Giacomán Vargas

 

 

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Salvar 4 Libros del Desastre por Edgar Khonde

persona con libro quemadoEn uno de sus relatos el escritor habla de salvar cuatro libros de un incendio. El escritor es de nacionalidad argentina, pero escribe como español, porque desde adolescente ha vivido cerca de Madrid. No sabemos qué llevó a su familia a mudarse de país. En el relato, no dice qué tipo de siniestro es -un incendio no da mucha más información que el fuego consumiéndolo todo- ni el lugar, pero el lector supone que se trata de una biblioteca. El lector reflexiona, qué libros salvaría de la hoguera.

 La escritura forzosamente antecede a la lectura, pero no a la literatura. Es decir, los libros, todos, podrían ser exterminados, y no por ello se extinguiría la Literatura.

 Salvar libros de primeros auxilios, de remedios herbolarios, de teoría científica, de inventos, de historia, ¿de historia? Se puede reinventar la historia. De hecho es deseable de cuando en cuando, generar una nueva épica. Descartamos, ergo, salvar novelas, cuentos, poesía, y cualquier otro género literario.

 La trama de la novela en donde el escritor cuenta sobre el incendio, nunca desenlaza en el título de los cuatro libros rescatados. Hay que imaginarse, con toda la información en la mano, en la mente, qué libros fueron los afortunados. ¿Qué salvaría usted de la hoguera? Parece ser el reto, y en este caso, el traslape de lo real sobre la ficción.

 Aunque ante un incendio saldría, supongo, huyendo, sin nada más que mis huesos y músculos.

BOXEO MEDIANO COLOMBIA - PARAGUAY La noche de ayer, llevaba en mis manos El club de los negocios raros, de Chesterton y Nombre falso, de Piglia. En Nombre falso hay un cuento llamado «El Laucha Benítez cantaba boleros». Laucha es un boxeador, y el Vikingo otro. Ambos coinciden en un gimnasio. Ambos deberían haber sido cualquier otra cosa, excepto boxeadores. El Laucha, cantante de boleros. El Vikingo, no sé, tal vez matón a sueldo. Pero fueron boxeadores y así se conocieron; porque tenían que representar una tragedía griega ocurrida en Buenos Aires.

 Me dirigía a ver a María. La vi, desde lejos vi su cabello, que parece crucigrama. Vi luego su boca y sus ojos, unos grandes ojos. La veía por partes, como siempre, como me gusta. Para después verla toda. Leo una oración, leo otra, leo el siguiente párrafo. Alcanzo a comprender una historia a través de las cadenas de grafías. Primero descifro una palabra que porta su significado. El escritor tiene fe en que el lector acuda al significado preciso, o al menos cercano, al que él cocibió en su departamento de la calle Sarmiento.

 Puedo contemplarla ininterrumpidamente, la he visto dormida. Si supiera dibujar, la podría dibujar de memoria, al menos su rostro. ¿Qué salvaría yo de un incendio? La salvaría a ella. Aunque yo no me salvara ni salvara libros.

 En el fondo, cualquiera quiere ser un superhéroe. Salvar cuatro libros es a fin de cuentas, salvar la literatura, salvar toda la literatura. ¿Qué libros elegiría usted? Yo elegiría Plata quemada, La invención de Morel, Siete pecados y 2666. Mis razones son arbitrarias, responden a un instante; seguramente en un año decidiría salvar distintos títulos. La invención de Morel es mi novela favorita. Nada de poesía ni de técnicas de superivencia o manuales de autoayuda.

Libros prohibidos ¿Por qué salvar libros? Lo más decente sería salvar a la vieja bibliotecaria que apenas y puede con sus piernas. Los lingüistas por ejemplo, anteponen salvar una lengua a punto de extingurise que salvar a los hablantes. Los hablantes nunca importan, a lo mejor ni su lengua. Lo que importa para el lingüista es algún fenómeno lingüístico, o la descripción de sus sonidos. La lingüística por eso es inhumana y debe ser desaparecida. Es mucho muy parecida a una ciencia estadística, en donde solo importan los números. Un bibliotecario querría salvar todos los libros, o condenarse en el infierno junto a los anaqueles. En el caso, por supuesto, de un bibliotecario apasionado. Pero apuesto a que hay bibliotecarios que no leen ni los avisos oportunos -en donde por supuesto hay más poesía que en los libros de poesía-. Los de la biblioteca central de la UNAM, siempre me han parecido del tipo que le tienen fobia a los libros; claro que no tienen la obligación de ser lectores empedernidos.

 Si tuviera que salvar al mundo, seguramente no me salvaría ni yo. ¿Qué sí salvaría entonces? Salvaría la música y la cocina. Salvaría el sexo. No salvaría los libros. No invertiría mis pocas fuerzas en salvar ejemplares de la Biblia o el Quijote. Seré honesto: si estuviera en medio de un incendio, me desmayaría, me pondría histérico, trataría de correr, pasaría encima de los caídos y finalmente, perecería ahogado por el humo. No tengo talante de héroe, soy un tipo nada brillante, fácilmente caigo en el caos y sé que ningún poema, o línea, va a modificar un ápice el mundo. Pude ser bombero y preferí escribir. Pude ser beisbolista y preferí escribir. Pude ser abogado o economista y preferí escribir. Siempre elijo las versiones más imprácticas, lo inútil. Si tuviera que asaltar un banco, llevaría una pistola de agua y un pergamino con un poema. Ayer le confesaba  a María un hipotético crimen; mis ojos, mis dientes, mi lengua, solo pensaban en besarla.

Edgar Khonde

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«Con la escritura se viaja al futuro» por Edgar Khonde

libro y computadoraA partir de este instante invertiré un lapso de tiempo para escribir estos párrafos. -Me siento frente a la computadora, dispongo a sus costados los libros de Tabucchi, Castillo Gómez y Kafka-. El tiempo afuera del ejercicio escritural habrá transcurrido hacia adelante. -Hojeo cada libro para revisar las señalizaciones que les hice, para verificar que no tenga que interrumpir la escritura-. La escritura me habrá transportado al futuro. Ningún acto escritural pretende asirse al presente o al pasado, siempre tiene por objeto el mañana. -Cojo uno de Piglia en donde aborda a Felice como la lectora preferida de Kafka; que aún no sé si utilizaré.- La escritura a diferencia de la lectura que puede sostenerse dentro del ahora y viajar hacia atrás, no puede hacernos volver sobre la historia.

 

Hace unos días, recuerdo que leí una sentencia, he olvidado al autor: «escribir es borrar»; o lo que interpreto como no estar satisfecho nunca de lo logrado. Kafka, de quien Piglia (2005, 44) afirma que liga la escritura a una estricta disciplina asociada con el mundo militar, dejó constancia de su obra a su pesar (todos sabemos que le pidió a Max Brod destruir su obra literaria). Tal vez nunca estuvo satisfecho con los resultados de su cifrar la lengua. Sin embargo, que yo sepa, no dejó instrucciones de qué hacer con las cartas que le escribió a Felice Bauer. Quiero suponer que la obra de Kafka no existe, porque fue destruida de acuerdo a sus deseos, el testimonio que nos queda es su escritura epistolar[1]. Una escritura privada que -la carta- funciona como objeto-memoria, en palabras más menos de Castillo Gómez (2006, 59).

 

mujer leyendo ventanaPienso que una carta no es en sí un pleno texto escritural, ni literario, sino un discurso que se enroca entre oralidad y escritura. Parto de mi experiencia como escritor de cartas. A veces, pocas en realidad, cuando escribo alguna guardo un borrador que suelo utilizar para convertirlo en un texto literario. Llevo una bitácora de sueños, y como Kafka a Felice, recurro a contarle un sueño a través de una carta a una destinataria (yo también tengo una lectora preferida). Si leo la carta en voz alta, regularmente me parece correcta, coherente; imagino luego a mi lectora leyendo la carta en voz alta. En una lectura silenciosa, encuentro ausencia de preposiciones, redundancias, ausencia de nombres o presuposiciones que sé que esa lectora comprende, pero que ningún otro lector va a poder descifrar.

 

Tabucchi (2010, 239) tiene una novela epistolar, en ella, en uno de los capítulos dice: «Quisiera realmente escribirte una carta, un día de éstos, una carta total, una carta verdadera y total, lo pienso y pienso cómo sería si te la escribiera: estaría escrita con palabras normales y corrientes, ya desgastadas por las muchas personas que las han dicho (…)».  A través del capítulo Tabucchi le describe a su destinataria cómo tendría que ser escrita la misiva. Cuando un lector lo lee, entiende que de hecho está leyendo la carta, no una pre-carta. Tabucchi, prepara a su lectora para recibir el ejercicio de su escritura.

Kafka (2010, 42) también prepara a su lectora: «Anoche soñé contigo por segunda vez. Un cartero traía dos cartas certificadas a mi nombre, dos cartas tuyas (…)». En contexto, en algunas cartas que Kafka le escribe Felice, le cuenta sus sueños. Le comparte esa escritura privada y la hace guardián de su memoria. Decía una amiga que los recuerdos no forman parte del tiempo porque se les saca de ahí; en palabras de Castillo Gómez (2006, 59) las cartas son «(…) herramientas para el recuerdo e instrumentos para la expresión de la identidad privada.»

 

cartaLa oralidad es inasible, la escritura es un recurso para sostener lo oral, y acudir a ello en otro momento. La oralidad se supone refleja más fielmente el pensamiento, el lenguaje funciona como un traductor de un lenguaje interno, deseablemente preciso. Sin embargo, cuando el que escribe lee y relee lo escrito, fácilmente se percata de que lo escrito no concuerda con lo que tiene en la cabeza. Oralmente es difícil percatarse de ello, ya que no se puede acudir al sonido[2].

Tomé un taller de escritura. Uno se puede imaginar que en un taller de escritura puede aprender una de dos cosas: a escribir bajo reglas ortográficas o, a escribir literatura. El taller no estaba dirigido a cumplir ninguna de esas expectativas, lo cual me pareció un acierto a la segunda clase. Las primeras sesiones me ocuparon en el quehacer de escribir relatos autobiográficos. Este ejercicio me remontaba a la escritura de las cartas que he escrito, ¿por qué? Supongo yo que porque escribo para un lector, una lectora. Para mí es una herramienta tener en mi mente el rostro de mi lectora. Sé que mi lectora no es una simple lectora. Sé que esa lectora es una lectora con un bagaje amplio como lectora y que mientras descifra los signos de un texto, anota sobre la escritura sus observaciones y correcciones. Mi lectora, incluso corrige mi oralidad cuando compartimos espacio y tiempo; tal vez mi lectora tiene una neurosis de correctora. Tener presente esto en el taller me hacía preguntarme la intención de mi escritura, no cómo lo escribía ni las palabras que usaba, sino lo que escribía. Pienso que un hablante ensaya lo que le va a decir al otro, a través de la escritura puedo ensayar lo que diré ante mis interlocutores. El taller de escritura, al menos eso se intentó, podía ofrecer la visión de que había opciones de decir -y escribir- una misma idea. Todos los ejercicios que escribí en ese taller, eran parte de una carta, o así lo concebí.

A través de los día a día las ideas que se despertaban me llevaron a preguntarme, que: ¿si existe una ingeniería del lenguaje no es acaso factible que también exista una ingeniería de la escritura? Supongo que sí. Si ustedes ponen en el buscador de Google: ingeniería de la escritura, el buscador no arrojará un sólo resultado que mencione algo relacionado a formas y construcciones de la lengua escrita; al menos en español no, no busqué en inglés. Es posible que, si apelamos a Google como al oráculo que lo sabe todo, nadie se haya planteado el problema. A mí no se me habría ocurrido buscar sino hasta que una compañera del taller me preguntó qué hacía yo inscrito, mi respuesta fue: es que este tema de la ingeniería de la escritura, pues, quiero saber de qué se trata. Mi compañera preguntó: ¿y eso de dónde lo sacaste? Me asombró un poco su cuestionamiento porque para mí era obvio que el Taller de Escritura consistía en plantear la ingeniería de la lengua escrita como posibilidad del éxito de la escritura personal.

 

Es obvio que por las cartas podríamos describir e incluso explicar la ingeniería de la escritura epistolar. Los textos literarios, a través de la teoría literaria, son explicados cercanamente por medio de una ingeniería. La cosa es que son explicados, pero no replicados. Escribir, escribir lo que sea, a fin de cuentas podría resumirse a poder ordenar palabras y pensamientos, ordenar sintagmas que en el discurso tengan la posibilidad de ser interpretados como el hablante-escritor los haya concebido en su mente. Ese taller me hizo pensar que sí, y que era posible aprender y aprehender y luego compartir esa ingeniería de la escritura. Pero hay que borrar y deshacer borradores y volver a escribir. Enseñar también es un poco enseñar a desaprender, comenzando con enseñar que es posible escribir, que cualquiera puede hacerlo. Por ejemplo, si pensamos en las cartas, las probabilidades de que la gente haya escrito alguna vez en su vida, aumentan.

Salgo a andar en bicicleta con un amigo escritor. Una vez le pregunté si existían tutoriales para aprender a andar en bici. Claro que existen pero nadie aprende pensando sino haciéndolo, dijo. Yo pude haber participado más en ese taller, mi presencia fue pasiva. Pero a manera de disculpa, puedo argumentar que quería ver cómo se desarrollaban los hechos. Qué sí y qué no era prudente, qué sí y qué no era relevante. Tal vez pensar en lo que se va a escribir sea un paso de la metodología, pero posterior al hecho de escribir lo que se piensa, como andar en bicicleta. ¿Cómo escribir si no sabes? Una forma podría ser que quien practica la escritura no se dé cuenta que está escribiendo.

 

carta-escritaCuando se escribe una carta, el que la escribe no sabe que está escribiendo sino qué está escribiendo, o no lo concibe de esa manera. Además, escribir una carta es un ejercicio cotidiano; no en uso y deshuso, sino posible. Tabucchi, Kafka, Gilberto Owen, John Keats, todos ellos escritores, todos también escritores de cartas comentaban su literatura a través de las misivas. Dejaban percibir a su lector el proceso ingenieril de sus propios textos. En su cartas, había visos de la obra negra de cada construcción verbal incrustada en el discurso. Además su tiempo, bien visto, era vuelto lenguaje escrito.

 

Hace unos días envié una carta en donde le explicaba a la destinataria que no solo iba a viajar hacia el futuro sino que iba a transformar el tiempo en palabras. Me volví mago y viajero cronomatográfico al mismo tiempo que me ejercité como escritor, y que hice uso de la ingeniería de la escritura de la carta. Podría decir que me volví un hombre complejo.

 

Termino de escribir esto, han pasado varias horas, aparentemente yo no me he movido. Y salvo los libros que he hojeado nada en este cuarto se ha movido. Cuando leía alguna línea de este texto regresaba al pasado, o me podía trasladar al futuro; cuando soltaba la lectura otra vez estaba en el presente. Escribir necesariamente me trajo al futuro, no había de otra, tampoco esperaba que el reloj corriera hacia atrás. Mientras otro hombre tal vez permaneció estático en su espacio y vivió de manera pasiva su presente (y de hecho continúa así), yo viajé al futuro, escribiendo.

 

La escritura, la práctica de ella, hace que uno advierta un mapa de lo que se tiene en la cabeza. Una escritura clara, con la práctica, supongo que le muestra al sujeto un posible orden de sus pensamientos (y se convierte en una ventana hacia sus yoes anteriores). Ahora bien, ignoro el resultado de que todos los sujetos tuvieran claros sus pensamientos. Tal vez individualmente sería horroroso: mirar el mundo con claridad, deslumbrados, honestos; quizás algo dentro de nosotros como sociedad, evolucionaría rápidamente, y sería igual de horroroso.

 

Más allá de escribir una carta, de viajar al futuro, de poder ver las trabes, cimientos, castillos y tabiques de la escritura, escribir para el otro es otra forma de abrazarlo.

Edgar Khonde

 

Twitter: @edgarkhonde

Bibliografía

 Castillo A. (2006). Entre la pluma y la pared. Una historia social de la escritura en los siglos de oro. Madrid: Ediciones Akal.

Kafka F. (2010). Sueños. Madrid: Errata naturae editores.

Piglia R. (2005). El último lector. Barcelona: Anagrama.

Tabucchi A. (2010) Se está haciendo cada vez más tarde (2ª ed.). Barcelona: Anagrama.

[1]   En esta especulación tampoco cabrían los pocos relatos que publicó en vida.

[2]          Si descartáramos los soportes tecnológicos, como las grabaciones.

 

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El Espejo por Daniella Giacomán Vargas

PINTURA FIGURA FEMENINA (3)Fabiola aprendió rápido. Desde callar cuando él hablaba por teléfono con su esposa hasta no dejar rastros de sí misma al salir de su casa. Ocho años duró la historia de Fabiola y Ernesto. Ocho años de hacer un homenaje cada semana a Eros.

Fabiola tenía 26 años de edad cuando conoció por azares del destino a Ernesto, quien era mensajero. Ella era una delgada asistente ejecutiva en una firma ubicada en Portales, en la ciudad de México y él era un mensajero que de vez en cuando llevaba la correspondencia a la empresa donde ella laboraba.

Lo que no sabía Fabiola era que el mensajero acababa de contraer nupcias por segunda ocasión y siempre pensó que era un divorciado más en busca de la aventura. Después de todo, ella no tenía compromiso y “el que saldría perdiendo seria él”, se decía a sí misma. Ella era delgada, de estatura promedio y poseía una larga cabellera negra que pocas veces la amarraba. Ella se sabía atractiva.  Pero no sabía hasta qué punto.

reloj-10Los días 1 y 15 de cada mes eran el marco ideal para que se encontraran Fabiola y Ernesto, quien llegaba siempre a las diez de la mañana. Todos en la empresa sabían que él era el mensajero porque ya tenía años llevándoles la correspondencia. Era el único  que no portaba uniforme, únicamente su gafete de identificación, su gorra y su motocicleta, que en varias ocasiones, le quisieron robar pero nunca pudieron.  Fuera de eso, a él no le gustaban los formalismos, ni los uniformes, ni nada que le recordara que debía seguir una vida de un empleado o de un “Godinez”, por así decirlo.

El ritual de la correspondencia era el mismo. Llegaba Ernesto a la oficina, subía las escaleras con la correspondencia en mano y saludaba a Fabiola, quien estaba en el primer escritorio. Intercambiaban un “Buenos días”, “Gracias” y “De nada”. No había más. Había miradas que se cruzaban entre sí únicamente. Momentos después, ella entregaba los sobres a quienes correspondían y luego regresaba a sus labores.

Ernesto era un hombre maduro. Tenía 45 años de edad y su cabello, ya predominantemente cano, revelaba la experiencia. Era de estatura baja y su color de piel era como el bronce. Siempre portaba su chamarra, sus gafas oscuras, sus cigarros Raleigh y su encendedor verde limón. Era el de la suerte, decía.

 

II La primera salida.

 

En una fresca mañana de julio, Ernesto cambió el rumbo de su historia con la chica y optó por comenzar a hablarle a Fabiola. Se quedaría más tiempo para platicar con ella, para conocerla y por si quisiera, invitarla a salir. No fue difícil. Un lobo de mar no batalla. Ernesto encontró la manera de captar su atención. Era muy hábil para contar historias, lo cual auguraba que al menos su primera cita sería interesante. Después de varias semanas, Ernesto le pidió su número de teléfono a ella, quien se lo dio sin reparo alguno. Ella siempre se repetía a sí misma que estaba para que la invitaran, no para invitar, y mucho menos para pagar. Ella siempre se repetía a sí misma que estaba para que la invitaran, no para invitar a nadie más y mucho menos para pagar.

Comenzaron a salir y poco a poco se fue creando una relación. No era amistad puesto que siempre que salían, había una tensión sexual evidente. Una noche de otoño Ernesto la invitó a un bar. Pero para que no sospechara de sus intenciones, le dijo que llevara a una amiga y así fue. Fabiola llegó al bar con Esther, su mejor amiga.  La noche se sentía diferente.

 Two-cups-of-beer-in-barDespués de unas cervezas, se atrevieron a bailar. Rompieron la barrera de sus espacios personales y se abrazaron. La rockola tocaba una, dos, tres, cuatro canciones y ellos seguían abrazados. Estaban embebidos entre sí que ni siquiera se dieron cuenta de la hora.

Ernesto no dejaba de observar a Fabiola. Recorría su cabello, sus ojos, su boca, sus manos, su espalda, su trasero, sus piernas… Una y otra vez. Ambos salieron en la motocicleta del mensajero. En el bar se había quedado Esther.

Tardaron 15 minutos en llegar al mirador de la ciudad. Un cerro no muy grande que tenía una vista impresionante. Hacía frío pero no lo suficiente como para impedir que Ernesto y Fabiola disfrutaran de esa noche. Y ahí comenzó la historia. Primero se besaron tímidamente hasta que él la tomó de la cintura y la abrazó. Fabiola hizo lo suyo, rodeó con sus brazos el cuello de Ernesto y continuó.

MiradorNo se escuchaba nada más que los besos y a lo lejos, el murmullo de los carros. No había nadie más. El mensajero trató de desabotonar la blusa de la joven, a lo que ella se opuso. La noche era demasiado hermosa como para estropearla. Luego de 10 minutos de intentos fallidos, Ernesto la llevó de regreso a casa.

 

II Aprendiz

 

Cada fin de semana iban al mirador y repetían lo mismo. Hasta que un día, Fabiola se armó de valor y se propuso cautivarlo de tal manera que ya no dejara de pensar en ella. Aprendió a hacerle el sexo oral a pesar de nunca haberlo practicado, pues sabía que con eso lo mantendría cerca. A ella le gustaba ser vista por él; le gustaba sentirse deseada, le gustaba recordar lo que le decían cuando era más joven. Le decían que era una mujer muy sensual y que podía tener al hombre que quisiera a su lado.

Pero realmente aprendió con él. Supo como dosificar los tiempos y las ganas de ambos. Entendió que entre más lento es el juego, es más intenso. Supo que no debía de hablar mientras estaba con él, únicamente moverse, gemir y observarlo fijamente a los ojos. El mensajero ya la deseaba cada noche. Incluso, en ocasiones repetía su nombre mientras dormía. Su esposa lo escuchaba pero nunca le tomó importancia. O fingió demencia. Con el paso del tiempo, de las noches y de las citas, Fabiola aprendió a “calentar” a su amante con solo tocar sus brazos, sus manos o recorrer su espalda con la lengua. Entre más tiempo pasaba, él se volvía más loco por ella.

motelesTodos los moteles de la ciudad fueron recorridos.  Todos en absoluto. Navidades, 14 de febrero, Día de la Bandera y los cumpleaños eran celebrados entre sábanas y calor. Cada fecha era importante no por lo que se festejaba, sino por el festín carnal que armaban entre sí. Los silencios, las miradas, el vaivén de las manos y piernas eran la delicia.

Justo cuando Ernesto le confesó a Fabiola que tenía una esposa, llegó otro invitado a la fiesta. Se trataba de un nuevo lugar que se convertiría por los últimos cuatro años en testigo de su historia sexual. Era la casa de un pariente del mensajero que le había dejado a cuidar. Cuando Ernesto tuvo las llaves en sus manos sintió una alegría inmensa. Era como haberse sacado la lotería, pero para efectos prácticos, era como tener su propio departamento de soltero. Pero no sólo eso, Fabiola había estado ideando en mente otras técnicas de seducción y encontró en un espejo de la nueva casa, la oportunidad de llegar al orgasmo con su amante. El ritual era sencillo. Una vez estando adentro del sitio, al que entraban sigilosamente cuidando de no ser vistos y tratando de no arrepentirse, comenzaban los besos.

Encendían el ventilador, prendían la luz y se despojaban de sus ropas. El mensajero, con su cuerpo marcado por los años y la experiencia, palidecía cada vez que Fabiola quedaba desnuda. Su blanca piel, sus suaves senos y caderas afiladas eran su banquete visual, que debía ser devorado lo más pronto posible.

Lo primero que había que hacer era colocarse frente al espejo. Ella adelante y él atrás. Luego seguía el preámbulo. El manoseo, la pasión, el festín carnal.

 

III Adiós al espejo

 

Luego del ritual frente al espejo, llegaba el momento del acto, en donde ambos se unían en un solo respiro, gemido y orgasmo.

No importaba que a veces no funcionara el ventilador o que la cama se moviera de más. Lo único necesario era que Fabiola se dejara guiar por sus sentidos y actuara libremente. Sólo una vez Ernesto le hizo sexo oral a ella. Esa noche estaba muy borracho y no tuvo empacho en hacerlo. Fue la única vez, por lo que ella sabía que no duraría mucho tiempo con él, pues ocho años se había dedicado únicamente a darle placer a él. Pero él, era un poco egoísta.

mujer desnuda en la oscuridadY aunque sí llegaba al orgasmo y sentía placer, no era lo mismo, por lo que los demás encuentros se fueron apagando poco a poco. El final llegó cuando una tarde ya no estaba el espejo en su lugar. Alguien lo había quitado de su sitio y sólo quedaban pedazos en el piso. Se había roto así como su historia. El le prometió que conseguiría otro espejo o que irían a algún motel, que allí abundaban. Pero ella dijo que no. Se había perdido parte de la magia que evocaba ese misterioso objeto colocado a un lado del tocador. Ernesto insistía. Podía ser en el carro, en algún parque o en el motel. Pero ella ya no quiso.

Por primera vez se sentía segura de su decisión y comprendía que era el momento de decirle adiós a su mensajero. En ese encuentro, se vistió lentamente como si se despidiera a cada momento del lugar, se enjuagó la cara, la boca, se arregló el cabello, se colocó sus zapatillas y se fue. No hubo necesidad de decir nada, de forcejear, de gritarse o de insultarse por teléfono como en otras ocasiones. Fabiola era libre y ya no había más qué hacer.

 

Daniella Giacomán Vargas

 

 

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